Relato escrito por Stephenie Meyer, publicada originalmente, en inglés, en la revista Ensign, diciembre de 2006.
Traducido por Renan Apolônio Silva
La mujer que no podía pagar por su comida detenía a todos los demás en la cola. Pero, ¿qué se podía hacer por ella?
De repente, todos estaban quietos. Incluso mis hijos ruidosos pararon, sintiendo el cambio en la atmósfera.
Historias de Navidad ocurren en los lugares más corrientes. Yo fui parte de una hace no mucho tiempo en el supermercado. Espero nunca olvidarme de ella, aunque el recuerdo sea agridulce.
Yo estaba de compras por casi una hora cuando llegué a la caja. Mis dos hijos menores estaban conmigo, el de cuatro años rehusando agarrarse al carro, el de dos tratando de tirarse del carro y saltar abajo para jugar con su hermano. Ambos se hicieron cada vez más llorones y ruidosos mientras yo trataba de mantenerlos bajo control, entonces buscaba por la cola más rápida. Tenía dos opciones. En la primera fila había tres clientes, y todos tenían solo unas pocas compras. En la segunda había solo un hombre, un joven y atormentado padre con su bebe llorando, pero su carro estaba rebosando de comidas.
Yo rápidamente miré a la fila de dos personas otra vez. La primera mujer era mucho mayor, con pelo canoso y muy delgada, y sus manos temblaban mientras ella trataba sin éxito de abrir su grande bolso. En la otra fila, el joven padre tiraba su comida sobre la cinta transportadora con una velocidad sobrehumana. Me puse en la cola detrás de él.
Esa fue la elección correcta. Logré descargar mis compras antes de que la anciana terminara de pagar. Mi hijo de cuatro años sacaba dulces del anaquel, y el menor trataba de ayudar lanzándome latas de sopa. Sentí que no podía salir de la tienda lo suficientemente rápido.
Y entonces, sobre el sonido de la alegre música navideña de la tienda, escuché a la cajera de la otra línea hablar en voz alta, demasiado fuerte. Eché un vistazo mientras mis manos seguían trabajando.
“No, lo siento”, la cajera estaba casi que gritando con la anciana, quien parecía no comprender. “Esa tarjeta no funciona. Usted pasó su límite. ¿Tiene otra forma de pagar?” La viejita parpadeó a la cajera con una expresión confusa. No solamente temblaban sus manos, sino también sus hombros. La embolsadora adolescente volteó los ojos y suspiró.
Cuando atrapé una lata de sopa justo antes de que me golpeara la cara, pensé para mi misma: “¡Vaya, elegí la fila correcta! Esos tres estarán ahí para siempre”. Mi humor estaba positivamente presumido cuando mi cajera empezó a escanear mi comida. Pero la sonriente mujer que estaba directamente por detrás de la anciana tuvo una reacción distinta. Silenciosamente, sin trompeteo, se movió al lado de la mujer mayor y pasó su propia tarjeta de crédito por el lector.
“Feliz navidad,” ella dijo suavemente, aun sonriendo.
Y entonces todos quietos. Incluso mis hijos ruidosos pararon, sintiendo el cambio en la atmósfera.
La mujer tardó un minuto para comprender lo que había sucedido. La cajera, con su rostro pensativo, vaciló con el recibo en sus manos, sin saber a quién debería entregarlo. La mujer sonriente lo tomó y lo puso en el bolso de la anciana.
“No lo puedo aceptar...” la anciana empezó a protestar, con lágrimas formándose en su rostro.
La mujer sonriente le interrumpió: “Yo puedo permitírmelo. Lo que no puedo permitirme es no hacerlo”.
“Déjeme ayudarle” insistió la embolsadora repentinamente respetuosa, tomando el cesto y también tomando a la anciana por el brazo, de la forma en la ella podría haber ayudado a su propia abuela.
Observé a la cajera de mi fila hacer una pequeña pausa antes de presionar el botón final para secarse la comisura de los ojos con un pañuelo de papel. Pagando por mis compras y recogiendo a mis hijos, salí de la tienda antes de la mujer sonriente. Había hecho la elección correcta de las filas, parecía.
Pero mientras caminaba por el brillante sol de diciembre, no pensaba en mi suerte sino en lo que yo no podía permitirme.
No podía permitirme mi actual estado de ánimo egocéntrico.
No podía permitirme que mis hijos aprendieran lecciones de compasión solo de extraños.
No podía permitirme estar tan lejos del espíritu de Cristo en cualquier época del año — en especial durante esta gran temporada de generosidad.
No podía permitirme que otro extraño, otro hermano o hermana, cruzara mi camino en busca de ayuda sin hacer algo al respecto.
Y es por eso que espero jamás olvidar a la heroína navideña en el supermercado. La próxima vez que tenga la oportunidad de ser ese tipo de héroe, no puedo permitirme perderla.
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